Peinando Plumas: LA LECCIÓN DEL TONTO

¿Qué es conectar? Entiendo el conectar como el acto de saber ver a otro ser humano y de dejarse ver, simultaneamente. Esta mirada entre personas que se ven, se escuchan, se aceptan y se quieren es un acto revolucionario. Hoy en día, las nuevas generaciones (la milenial incluída) hemos aprendido a conectar con las redes sociales -y para nada critico las nuevas formas de relacionarse. Pero creo que es verdad que hemos perdido la práctica de estar genuinamente presentes, el uno con el otro. Siento que hay un miedo -no nuevo, pero sí intensificado- a que nos alcancen el corazón. Es como si la máscara que usamos en nuestras redes sociales le hubiera ganado territorio a nuestra identidad “real”. Y en esa dualidad extraña -que tanto experimentan los artistas o los famosos- se confunde el ser visto con el miedo a ser descubiertos.

Mi amiga de la infancia (con la que fuimos culo y mierda desde los tres años hasta los quince) me ha venido a visitar durante un mes y medio. Somos de las que no hablan mucho cuando estamos en la otra punta del mundo, pero que cuando nos reencontramos, lo esencial no ha cambiado. Y lo nuevo es una expansión de nuestra bonita conexión. Sé que el vínculo que generamos durante todos esos años sigue en nosotras en forma de hilo invisible que nos une para siempre. Y ese hilo no lo ha podido romper nada ni nadie. Da igual cuánto años pasen, que nuestra amistad perdurará en el tiempo y el espacio -y si me pongo romántica, en otra vida también. Y solo es posible si se conecta “de verdad”, con el alma, como hacen los niños. Es una conexión poderosa y mágica, que es totalmente aplicable a la conexión con la naturaleza. Pero de eso ya hablaremos en otro capítulo.

Por ahora, mi intención es relacionar el Conectar (o más bien, el anhelo de conexión) con el incremento del fascismo, en los últimos cinco años, en los hombres de entre 18 y 36 años, en Occidente. No son los únicos que se han ido hacia la derecha, pero es la primera vez que los hombres jóvenes se han convertido en el grupo de población más derechizado de toda la sociedad y es la primera vez en la historia que existe una brecha ideológica tan evidente entre hombres y mujeres. Hay claramente una relación entre las masculinidades y las ideas neoliberales y fascistas. ¿Por qué? Pues para adelantaros un poco la conclusión (que seguro que ya habéis intuido), diré que creo que tiene que ver, entre otras cosas, con la falta de inteligencia emocional de los hombres. Lo que nos lleva a la dependencia emocional de los hombres hacia las mujeres -ya sea la madre, la novia, la esposa o la abuela. Dejándonos a las mujeres con la eterna responsabilidad que se nos ha otorgado y que se nos impone, sí o sí, de encargarnos de nuestros problemitas, pero de los suyos también. Porque si no, nos viene toda esta ola de violencia, desfachatez, odio y rencor.

¿Qué coño tenemos que hacer para protegernos? y,  ¿qué podemos proponer las izquierdas, radicales o más moderadas, para plantarle cara al fascismo actual, misógino, homófobo, tránsfobo, racista, clasista, moralista y más imperial y colono que nunca?

Para no hacer de esto un sermón teórico y superficial, os voy a contar una historia que voy a titular:

“La lección del tonto”.

En Octubre, el Sound System de los NoLimit, montaron una fiesta en el norte de California para celebrar el decimoavo aniversario del colectivo. Fue una fiesta que duró unos tres días, si no recuerdo mal. Yo me fui sola desde Oregon porque el chico con el que estuve viéndome y con quien no conectaba demasiado, pasó algo y lo mandé serenamente a la mierda. Me podría haber ido con amigos, pero unos no son muy ravers y otros simplemente no pudieron ir. Y no me importa ir sola. De hecho, me encanta. Pero esta vez me fui con el vacío que caracteriza el pensar que una es incapaz de conectar profundamente. Así que me propuse pasármelo bien y conectar. Fuera de la manera que fuese. Y salió bien. El primer día me encontré con una amiga y estuvimos practicamente toda la fiesta juntas, casi que empalagosas. Si me iba un rato, luego ella me preguntaba que dónde había estado. Al final casi que tuvimos una relación temporalemte tóxica.

Tomé la mala decisión de tomarme una pastilla entera después de que se me pasara el efecto de la primera, porque quería sentir el amor que se siente la primera vez que pruebas el MDMA. Anhelaba no sentir miedo. El miedo a ser vista. Pero a parte de no haber sentido nada de eso, la bajada fue terrible. Tuve el efecto contrario. Sentí que todo el mundo me veía, me odiaba y me rechazaba. Empecé a evitar las miradas de la gente hasta que quise irme. Pero no pude. Me quedé anclada en la esperanza de que por algún milagro, esa paranoia se transformaría en una revelación positiva. No pasó. Fui cayendo más y más bajo hasta encontrarme más sola que un zero. Miserable  y no merecedora ni de un gramo de amor. Como ya no era la nena alegre que llegó, la amiga tóxica empezó a conectar con otra gente más cool, con más amigos. Ya era de día y decidí ir a la librería-cafetería, que montamos con otras dos mujeres, a preparar café para la gente. Me encontraba débil, absurda y triste. Cuando fui a por el agua para el café, allí se encontraba un hombre francés de unos cuarenta años, rubio, de ojos azules, que lo había conocido rápidamente la noche anterior mientras él servía chupitos en el bar y cuando yo todavía estaba de buen humor. Aquella noche me dijo que le gustaban mis ojos. Que él le da importancia a los ojos porque son la puerta del alma. Yo estaba charlatana pero no le di bola a la conversación de tal puerta. Me pareció superficial y presuntuosa. Le dije que quería un chupito y me hizo darle a la ruleta, una aguja hecha de cartón, que daba vueltas hasta que apuntaba un chupito u otro. Me bebí un chupito con disgusto y ahí quedó la cosa. Aquella mañana yo llevaba las gafas de sol, puesto que el día estaba soleado y mi mirada bastante nublada. Una no quiere que se le vean las mancanzas de ningún tipo. Y se esfuerza en esconderlo y llevarlo con estilo, a ser posible.

Cuando me vio aquella mañana mientras él limpiaba unos platos, me saludó sin haberme reconocido. Me dejó pasar puesto que yo solo tenía que rellenar una botellita. Se me quedó mirando y me dijo “tú eres la chica de los ojos de ayer”. Y le digo, “sí, soy yo. Buenos días. Voy a preparar café allí en la cafetería, por si te apetece una taza”. Ignoró mi propuesta y cambió su postura corporal, claramente dirigiendo toda su atención hacia mi. Lo más indeseable en aquel momento, honestamente. Me dijo, “ ¿a ver? ¿Te puedo ver los ojos de nuevo?”. Yo no tenía ningunas ganas de mostrarle nada. Pero cedí pensando que sería un segundo, nada más, y que luego me dejaría en paz. Me las quité y le mostré mis ojos marrones, malpintados y de pupilas invasivas. Cuando me las iba a poner de nuevo, el tipo me paró diciendo  -“¡no, no, no! Esque si te las quitas, no puedo conectar contigo”. Y allí me quedé. Atrapada como una imbécil, con la mano bloqueada en las gafas de sol, mi único escondite, mi única protección. Me sentí desnuda. Paralizada y hasta el coño, me lo quedé mirando con incertidumbre, mientras él empezaba a darme el mismo sermón de la puñetera puerta del alma. Que si me ponía las gafas no podría conocerme profundamente, pues los ojos esconden la verdad y quién es una realmente. Se puso pasivoagresivo, como dándome a entender que si me ponía las gafas iba a faltarle al respeto. Entonces yo también me puse borde y le dije que no había dormido, que hacía sol y que me apetecía ponerme las gafas. Que no podía ir por la vida pidiéndole a la gente que se las quitara. Me dijo que por qué, si lo único que quería era “conectar” (la palabrita de los cojones se sentía cada vez más como si un policía estuviera llamando a la puerta de un drug dealer con la casa llena de amfetaminas). Le dije que alomejor la gente no quiere conectar con él, o simplemente es tímida y necesita su tiempo. Fue lo único en lo que me dio la razón. Cuando dije esas palabra, obviamente pensando en mi, no pude contener un mar de lágrimas. Fue súbito y totalmente inesperado. Me dio vergüenza y aparté la mirada hacia el lado. Me vio. “Estás llorando”, dijo. “¿Ves?, estás sacando cosas. Qué bonito. Qué hermoso. Las lágrimas de una mujer…”. Como si yo fuera una orca en un acuario, aprisionada detrás de un cristal impenetrable, a quien admirar la tristeza de su realidad. Pero siempre desde otro lugar, siempre desde otra realidad, la realidad del privilegiado, o lo que es lo mismo, la realidad del tonto.

No pude decir nada. Las lágrimas se me escapaban sin ningún control. Huí tapándome los ojos con las gafas de sol. Lo último que me dijo fue “eso, ve a aprender tu lección”.

Me escondí entre las sombras de unas rocas grandes y lloré sin parar durante una media hora. Sentía que me habían violado el alma. Aquel imbécil que se creía el chamán de las conexiones, me puso el dedito en la yaga. Se rompió el cristal del acuario y ahora me ahogaba, sola, sin saber a quien recurrir. ¿Qué les iba a contar? ¿Que un tipo de ojos azules me había violado el alma sin consentimiento? Además, la gente estaba de fiesta, alegre. ¿Quien quisiera escuchar las memeces de una niña de clase media, triste por que no saber conectar? ¿Indignada consigo misma por haber permitido que el tonto más tonto de toda la fiesta, le hubiera penetrado la mirada? No solo eso, sino que permití que me viera llorando. Me vio. A su manera y con su mirada azul, fea y superficial. Pero me vio.

Cuando recuperé el aliento, todavía con la humillación en el cuerpo, me puse erecta intenando esconder la pesadez de toda el agua en mi ser, y me dirigí a la librería a preparar café. Pensaba que era lo más digno que podía hacer. Olvidarme de mi y servir a la gente -como buena heredera del cristianismo que soy- una taza de café caliente, en una mañana aparentemente brillante.

Agunas personas me hablaban y yo respondía en modo automático y con un tono monótono, plano, impersonal, como un robot consciente de que no posee un corazón. Nunca antes había experimentado algo así. De veras me sentía como si se hubieran llevado la parte más preciada de mi ser. Allí no quedaba nada. Un cuerpo, nada más. Un rostro sin ojos. Sin un portal que cruzar,  pues cuando no hay nada detrás del portal, ¿qué sentido tiene crear un portal? Me volví invisible y me fui a otra realidad. A la nada. Pero es en la nada que se experimenta una especie de ligereza fantasmagórica en donde no existe el peso de las expectativas, ni de los deseos. Y en donde, por un instante onírico, siento algo cercano a la libertad. El llanto limpió mi mirada y encontré placer en observar mi alrededor, desde la nada, en silencio y con una taza de café caliente. Recuperé la mirada, que ahora era clara como el ojo puro de la orca en el oceano, lista para cazar.

Justo en frente de la librería había un escenario pequeño, y allí estaba  una DJ  francesa pinchando, pequeñita y elegante en la manera de jugar con las máquinas. Disfrutaba observándola porque se veía que se lo estaba pasando bien al regalarnos la música que se había encargado de seleccionar, con tiempo y esfuerzo, para que nosotros la escucháramos y bailáramos. De repente, un hombre alto y de pelo negro, francés también (no es discriminación, es una descripción), se presentó en el escenario y, sin pedir permiso, se puso a tocar los botones de la tabla de mezclas de la DJ. Ella le repitió varias veces que no tocara nada. Él la ignoró. Ella seguía insistiendo. Él se reía y tocaba otros botones y otras máquinas. Al final se paró la música y ella hizo un gesto con sus brazos rebotando en el lateral de su cuerpo, que indicaba su indiganción y enfado. A él le dio igual. No solamente lo que ella podría estar sintiendo, sino que también le importó una mierda si alguien estaba siendo testigo de su actitud de superioridad y arrogancia. Como si supiera que nadie le iba a señalar nada. Como si fuera normal. El pan de cada día. Al cabo de un minuto volvió la música y él se fue, sin más. En ese preciso instante, la mirada de la DJ fue el reflejo de la mirada que yo había perdido hacía unos minutos atrás. La sentí tanto en mi propia piel que quise gritar. Pero me quedé inmóvil. Sentía que debía ser paciente y seguir observando. Durante ese minuto de silencio en el mundo de las miradas perdidas, nació una llama en mi interior. “Aquí viene. Mi motor, mi propósito”. Decidí que no me iba a callar. Me encendí un cigarro y seguí con la mirada al tipo y lo vi riéndose con otros machos. No sé de qué hablaban pero, mientras ellos se lo pasaban pipa, la DJ se quedó con mal cuerpo y con el mejor momento de su fiesta arruinado. Y eso me enfureció. Me quise vengar -como lo hago ahora.

Al cabo de unos pocos minutos, un hombre alto y con barba negra, de nacionalidad desconocida, miraba los culos de las mujeres que pasaban a su lado. Sin disimulo, sin vergüenza y, otra vez con total impunidad. Sin miedo. Me dio asco su mirada abominable y llena de deseo inmediato. Las mujeres, las cosas estas que andan con un buen trasero. Qué bonito, qué hermoso, el pandero de una mujer. Y lo son, no se me mal interprete. Lo son mucho más bellos cuando se miran en todo su conjunto y sin objetivizar ni despersonalizar al sujeto. Aparté la mirada de aquel baboso y seguí fumando.

Me atreví a salir de la librería e ir a saludar a dos mujeres a las que aprecio y que sé que piensan parecido a mi. Me atreví a comentarles lo que vi. Me dijeron que el tipo francés de pelo negro es así todo el tiempo. Les pregunté si estas situaciones se daban a menudo, y sin darme un sí, la mirada que intercambiaron entre ellas lo dijo todo. Les dije que me sentía muy sensible e indignada, pero no me atreví a contarles lo que me había pasado a mi.

Luego vi que la chica que trajo todo el material para hacer cafés en la librería estaba sentada en donde los puffs y almohadas en el suelo, junto con otras mujeres. Entre ellas, la amiga tóxica que se había aburrido de mi. Les dije que si querían un café que se lo podía ir a preparar. Me dijeron que vale y que muchas gracias. Mientras esperaba que el agua hirviera, vi al tonto otra vez. Lo observé con mis ojos cubiertos, con el pecho a punto de explotar de rabia. De la punta de la capa de oro que vestía, arrastraba una parte de mi. Tomé oxígeno, exhalé, apreté la boca y contuve las lágrimas. El agua hervió y preparé el café. Fui a traérselo a las chicas y me atreví a sentartme con ellas. Yo seguía con la paranoia de que todo el mundo me odiaba. Maldito ego…No estaba cómoda. Quería preguntarle a la mujer del café -que sé que está más conectada con el círculo de trimmers de california- que si eran frecuentes los actos machistas. Sorprendentemente, y al contrario que las dos otras mujeres con las que hablé, me dijo que no. Me preguntó que por qué. Pero me sentí insegura de compartir lo que me había pasado y lo que vi. El tonto se encontraba cerca y le pregunté si le conocía. Me dijo que no. Otra vez hize una mueca intentando esconder mis ganas de llorar. En ese momento sentí que debía contar algo para justificar mi presencia enigmática. El llanto era irremediable y era mejor intentar soltarlo todo antes que derrumbarme allí mismo. Le conté mi historia a trompicones, desordenada y sin ningún tipo de sentido.(Consejito del día: no te justifiques y menos, llorando con alguien que no te conoce). Ya no pude contenerme y durante mi único intento (fallido) colapsé. Ella puso su mano en la mía y me dijo:

-Yo no sé lo que tú te habrás trabajado, pero…

No recuerdo el final de esa frase. Me bastó para entender que el problema lo tenía yo y que lo debía de resolver sola. Un pitido constante y agudo se superpuso al sonido del ambiente. Me sentí ridícula y débil. Me dijo que si quería contárselo mejor cuando estuviera más tranquila, y si creía que debíamos hacer algo, que lo podíamos hacer. No supe qué decir. Estaba confusa y mis lágrimas me dieron una vergüenza terrible. Así que huí de nuevo. Me levanté, les dije que ahora volvía y me fui a esconder lo más lejos posible.

Llegué a un lugar donde habían unos bidones gigantes de gas. Me senté allí y lloré todo lo que me quedaba por sacar. Estaba oscureciendo y le pedí a la luna que se quedara conmigo para el resto de la noche.

Y la luna, querida y de presencia acuática, me calmó. Como una niña pequeña que busca el consuelo de su madre, le conté todo lo que había sudecido y así se aclararon las ideas.

La comunidad de trimmers, sobretodo europeos y en su mayoría heterosexuales, que viven entre Nevada City, Chico, Oroville, Covelo y Willow Creek, son un ambiente en el que no puedo evitar sentirme parte de, pero también algo ajena, pues vivo en Oregon y tan solo les veo y conecto cuando los NoLimit organizan raves. Es decir que, mi mirada viene parcialmente de fuera. Aunque compartamos nacionalidad y lengua, seamos nómadas que han encontrado un sedentarismo temporal en la West Coast, trabajemos de lo mismo y nos estemos adaptando constantemente a las costumbres y maneras de otro país, el hecho de que mi día a día no lo pase con ellos, hace de mi curiosidad por saber cómo se organizan y se relacionan entre ellos, un misterio a resolver. Con los años, entiendo un poco mejor la manera de pensar que tienen y así me he ido adaptando lo mejor que he podido.

Cuando yo todavía no era una persona espiritual, me chocó muchísimo que prácticamente todos ellos sí lo fueran. Me impactaba que en alguna conversación que tuve al respeto, las mujeres dijeran cosas como “yo no soy feminista o defiendo el género. Yo creo que todos somos seres humanos”. Era sobretodo en el tema del feminismo donde econtraba una barrera que me ha costado tiempo entender. Cuando tuve mi primera experiencia espiritual, todas mis creencias e ideologías se cayeron al suelo, en tan solo un maldito segundo. El feminsimo también. Entendí con el corazón a lo que se referían con lo de que todos somos seres humanos. Y tuve que callarme la boca durante mucho tiempo intentando encontrar un equilibrio entre mi ideología (ahora en interrogante) y entre aquella experiencia religiosa que derrumbó aquello que me dio (y da) una identidad y una manera de ser y estar. Fue una lección humilde y bella y de la que estoy eternamente agradecida. De hecho, aunque en la comunidad de trimmers existan dinámicas machistas (como en todas partes), debo decir que también es donde sentí un poder precioso en las mujeres. Yo misma lo experimenté. Y durante aquel día, en la fiesta de Halloween de hace dos años, en Chico, en un lugar mágico por donde pasa un río que canta,  conecté más que nunca con algunas de las mujeres y conmigo misma también. Tuve conversaciones largas y profundas sobre abortos, embarazos, bebés fantasmas, sincronicidades, magia, enigmas, abusos sexuales, que ocurrieron aquella misma noche, y maneras poco comunes -como irregulares que somos y desprotejidas que estamos- de enfrentar esas violencias con nuestros propios medios. Nunca, en ningún otro lado, he sentido esa fuerza y ese poder femenino, que tan rápido se olvida. Aquel día yo volví a nacer. Esta vez de las entrañas de la tierra. Experimenté una paz conmigo misma desconocida hasta la fecha. Viví aquello de que “todos somos seres humanos, todos somos uno, con la tierra, una misma y con el universo”. Conocí aquello que llaman “consciencia” y comprendí lo que era la compasión.

Tuve que hablarle a la luna, aquella noche de humillaciones permitidas, para acordarme de que si yo elegía volver a ese estado de la cosnsciencia, podía. Era eso a lo que se refirió la mujer del café. Yo no sé si ella es de clase obrera, pero como aprendí de mi amiga Gabi, que sí lo es, aquí nadie va a mover un dedo para ponerte las cosas fáciles. Así que una, sola y firme, se las apaña como puede y a tirar para adelante. Entonces se me encendió la bombilla y pensé que, aquella filosofía que compartían la mayoría de los trimmers y que tanto me había conflictuado, quizás fuera algo tan sencillo y animal como el instinto de supervivencia.  Quizás es una lucha de la clase obrera que se adapta a un sistema capitalista e individualista, en el país más neoliberal que existe. Nos adaptamos, también, a una espiritualidad nueva que nos enseña que cuanto más conectadas, más plenas y seguras estamos. Entendiéndolo así, no es que la mujer del café me estuviera diciendo que fuera mi culpa haber permitido que me humillaran. La culpa la siento yo porque vengo de una tradición cristiana. Pero tengo la opción de elegir si sentirla o no. Y en ese sentido, prefiero sentir compasión por mi misma y decirme, como me dice la luna, que es posible volver a ser consciente y que es posible volver a estar conectada y en paz -a pesar de los ataques  y los robos desprevenidos.

Para hacerle un pequeño homenaje a mi querido David Lynch -que nos acaba de dejar- él insistía mucho en explicar lo que los científicos llaman “el campo unificado”, que es ni más ni menos que esa experiencia de la consciencia. La experiencia del saber, de la unidad con el todo, de la conexión que nos puede salvar del odio, tan presente últimamente.

Sentada de cara a la luna, miré sus ojos de cráteres profundos y recuperé mi alma. Le di las gracias y me fui a dormir.

Aun así, y para terminar, quiero señalar una casualidad. El tiempo que llevo aquí en EEUU son ya cuatro años y medio. Casi el mismo tiempo en que la extrema derecha ha subido, cada año más, en todo el mundo Occidental. Y como he mencionado al principio de esta historia, es la primera vez que la brecha ideológica entre hombres y mujeres es tan grande. Los hombres jóvenes de entre 18 y 36 años se han ido virando hacia ideas fascistas porque quien controla la información -como Elon Musk (quien dice que va a provocar golpes de estado en donde le de la gana y que “deal with it” y quien acaba de celebrar la victoria de Trump com dos saludos nazis) y como Mark Zuckerberg (quien acaba de permitir en Facebook, que se puede calificar a los homosexuales de enfermos mentales)- ellos y el poder que tienen, apuntan a esta rama de la sociedad, a propósito. Construyen un vínculo directo y claro entre las masculinidades y el nuevo fascismo neoliberal y neocolonial. Los necesitan para sus propios intereses personales y capitalistas.

Cabe preguntarse si nuestra comunidad de trimmers, formada por gente de entre 25 y 45 años, es o no immune a la nueva ola manipuladora y reaccionaria de la derecha. Y si no es que, a parte de hacernos conscientes (espiritualmente hablando), será que también nos estamos, simultaneamente  adaptando a las demandas de una generación de hombres heridos que, entre otras cosas, usan la espiritualidad y su lenguaje, para que nosotras sigamos calladas, complacientes y sumisas.

En mi caso he sentido cómo he ido suprimiendo palabras de mi vocabulario como “deconstruise”, “privilegio”, “machismo” porque de repente empezaban a molestar demasiado. No solo en la comunidad de trimmers, sino también en el pueblo de Oregon en el que vivo. A la vez, he tenido que aguantar de nuevo comentarios tipo “eres una fresca”, “generación de cristal”, “feminazi”, etc. Y no es que estos comentarios dejaron de usarse (se usaban menos, por estar más unidas que nunca), sino que lo que ha cambiado ahora es la immunidad y la celebración de éstos. Y es en ese espacio donde crece el miedo y el silencio. Es en ese silencio -que nos individualiza- que es cada vez más fácil perpetrar los ataques.

Pero a la vez, la espiritualidad puede parecer conservadora e incluso fascista cuando solo se observa desde un prisma racional y eurocéntrico, que es lo que hacen muchos intelectuales y periodistas de izquierdas. En ese sentido, la gente que empieza a experimentar la consciencia (espiritualmente hablando), cuando ven que ningún leader de izquierdas menciona el cambio radical de la consciencia humana que el mundo necesita, si la gente no tiene consciencia política, ni de clase, ni racial,  es muy fácil que se vayan hacia la derecha. Sencillamente porque ahora mismo son los que se atreven a ir al extremo -en este caso con el capitalismo. Y la gente necesita un cambio extremo desde la pandemia.

Volviendo al tema del conectar. Una de las consecuencias de que vivamos en esta distopía tecnológica y reaccionaria, es que las mujeres y la comunidad lgtbiq+, a pesar de estarnos trabajando los “vínculos afectivos” (otra expresión que se odia, por cierto), los estamos “trabajando” porque también hemos perdido la capacidad de conectar genuina y profundamente. Estamos pues, todas y todos faltos de conexiones significantes y, en vez de lograrlo juntos, se nos está dividiendo por puros intereses capitalistas e imperiales. El tonto, pobrecito tonto mío, está desesperado por conectar. Pero como no puede y está frustrado, tiene que ir forzando a las mujeres a quitarse las gafas de sol para proyectar su impotencia. Es en esa falta de inteligencia emocional en donde, como él metió el dedo en mi yaga y me hizo creer que yo era incapaz de conectar, el Estado (o más bien dicho, las multinacionales privadas de la información) les hacen creer a los hombres jóvenes, que el camino a seguir es el del orgullo y el odio. Les hacen creer que no pueden conectar con las demandas de las mujeres o, peor aún, que esos temas son solo temas de mujeres y maricas histéricas. Y en esa falsa incapacidad de responsabilizarse de las propias frustraciones e inseguridades, se culpabiliza a las mujeres y al colectivo lgtbiq+ de la mierda de mundo que se nos ha quedado. Es infinitamente más fácil y superficial, acusar y odiar al otro, que amar. ¡Amar!  Que implica consciencia. Ser conscientes implica trabajo de autoconocimiento. Y el autoconocimiento implica atreverse a sentir cada una de las emociones. Si no, ¿a qué carajo hemos venido aquí?

Queguido tonto mío,

lamento que estés tan falto de conexiones. No egues el único, tontito mío. La pgóxima ves, asepta una taza de café caliente, que así se empiesa mejoj. Mientjastanto, un abjazo, un besito y mucha fuejza. Guesistencia al nuevo gobiejno de la Trjumpetita de tujno y guesistensia al odio cobajde. Love and light.

¡A conectar!

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